6.19.2007

ARCHIVO DESCLASIFICADO

La sociedad actual tiende a considerarse circunscrita en una unidad totalitaria. El mundo parece ser uno sólo. La idea de la globalización comienza a parecernos irrefutable y la creencia en la igualdad de oportunidades, al parecer, se ha democratizado. Ya no existen las divisiones irreconciliables entre religiosos y paganos, entre marxistas y libre mercadistas, entre filántropos y empresarios. Sin embargo, dichas diferencias, expresadas tan binaria y maniqueísticamente como el bien y el mal, siguen existiendo un tanto confundidas por el libre mercado, aunque ahora las polaridades se han simplificado al máximo para llegar a dos factores: los que mueren de hambre v/s los que mueren de tanto comer. La división puede resultar reduccionista en un primer análisis, pero un seguimiento lógico de la ciencia histórica, explica en simples términos incluso la actual y fogosa división oriente-occidente: la acumulación y monopolio de la riqueza.
Esos polos, el de integrados v/s marginados, son los que nos interesan. Por un lado, investigar y desarrollar una teatralidad que posicione la voz de los marginados, mientras en otra se escuche el lamento sofisticado de los integrados a este modelo de sociedad al que llegamos por un sistema de depuración bastante tirado de las mechas. La conclusión que exponemos es que ambos sectores parecen habitar en la infelicidad, unos por razones fisiológicas obvias, mientras los otros lo hacen por razones sicológicas un poco más soterradas, pero marcadas por la misma obviedad.
Nuestros trabajos anteriores apuntan a ilustrar estas dos esferas: por un lado, “Nosotrios, the tragedy of a boy without thumbs”, que explora en la sensación de hastío y desprotección en que habita la juventud pequeño burguesa que, supuestamente, debiera ser feliz, pues son los destinatarios del capital acumulado por sus padres. En el otro extremo, encontramos “Uñas Sucias”, que expone la realidad de un grupo de jóvenes marginados que a toda costa pretenden ingresar al ancho mundo que se les muestra en los afiches publicitarios y que a ellos se les antoja a la mano, tan sólo atravesando las gruesas rejas de sus poblaciones cárceles.
Concebimos el teatro como un espacio todavía puro, en cuanto a no ser sociedad de producción de plusvalía, donde las relaciones interpersonales siguen siendo subjetivas y el trabajo del hombre va dirigido a su beneficio y no a ser martillazos que ayuden a construir nuestro propio féretro. Es el refugio que creamos para que nuestro trabajo sea realmente productivo y no un cepo que rebane nuestros cuellos, disfrazado como la elegante corbata del progreso. En busca de la satisfacción que puede y debe brindar el trabajo humano, descubrimos una lógica nada de novedosa que desprecia la especialización, aunque no la excelencia, permitiendo a cada uno de sus miembros desarrollar diversas labores en pos del fin teatral. Esa dinámica permite a cada individuo sentirse responsables del todo y no sólo de una parte específica de la construcción.
Sentados en ese cómodo sillón que nosotros mismos hemos forjado (para que otra cosa es la vida sino para dedicarla al placer), miramos el mundo con la seguridad arrogante de del que se sabe protegido por hombres y mujeres que se aman entre ellos. Nuestro intento no va dirigido directamente a cambiar el orden social que impera, sino más bien a crear nosotros mismos una especie de sociedad que nos proteja. Si lo hace el Opus Dei, la real Masonería y el Club de Leones, no vemos por qué el teatro no puede generar su propia idea de sociedad, donde el dolor humano no sea mayor que el que por composición natural debemos soportar. Nosotros mismos nos arrojamos el cartel de marginados en cuanto es imposible no serlo en este modelo social, aun cuando paguemos impuestos por internet, nos incomuniquemos por teléfonos móviles e incluso aparezcamos de vez en cuando en uno que otro recorte de diario. Por lo mismo, no hay en nuestra intención un deseo de santificar el teatro, porque nuestra pertenencia a él es sólo posible cuando nos es útil como modo real de integración, aunque sea apenas de y entre nosotros mismos. Son estas las ocasiones en que el teatro logra estar más vivo que la vida y vale la pena que ésta lo imite.
Nuestra búsqueda teatral no pretende ser una entelequia auto sustentable, es sólo un acto reflejo que busca la satisfacción de nuestro hedonismo más instintivo. Nos mueve la idea fija de exponer y gritar: miren, tienen razón señores políticos, señores empresarios, señores dueños de casa, señores repite lo que escucha, el libre mercado ha democratizado a nuestra sociedad. Es verdad. La vida moderna nos estrangula a todos. Sin distinción.
Nuestro discurso pretende ser inconfundiblemente político. Si nos apoyamos en modos artísticos de expresión, es sólo porque los consideramos los más efectivos para generar la reflexión indispensable que precede a la voluntad de cambio.
Hoy, cuando se utiliza hasta la vulgaridad el lugar común de que “con la caída del muro cayeron también las ideologías”, es el momento ideal para la irrupción del teatro como factor dinámico-social. Cuando se ha acabado la discusión de ideas, sólo nos queda la discusión de emociones. Es ese discurso emocional el manifiesto político más poderoso del siglo XXI. Siento, luego existo. Si antes las estructuras de poder limitaban el acceso a la información para subyugar a los dominados a través de la ignorancia y el temor que produce esa ignorancia, hoy esas mismas estructuras dominantes, que ya no pueden esconder la información porque ellos mismos la democratizaron junto con la economía, apelan a otras nuevas formas de dominación. Ya sin la ventaja inmensa que implicaba ahogar la masa en la ignorancia, sus mastines idearon otra forma de dominación bastante más sofisticada (en la paradoja de elementalidad inversa): embotar los sentidos de los hombres para bloquearles la emoción. Nace el bombardeo alienante del libre mercado y con él la esclavitud del hombre por su dependencia patológica a los objetos y la idea peregrina de que ellos producen placer y bienestar. Según esa lógica inversa de dominación, cuando el hombre supere esta etapa y se rebele al dominio subliminal consiguiendo nuevamente a sentir, la nueva forma de señorío será aún tanto más sofisticada como elemental: se nos privará de vivir. Es decir, se nos obligará a respirar un aire pestilente y somnífero, a beber agua sólo los más ricos, a comer alimentos miserables, de modo que el cuerpo apenas se sostenga y no nos quede opción biológica para sentir, ni menos aún para pensar.
La labor del teatro es absolutamente inútil y hasta repulsiva si se acepta la idea de que constituye un modo de producción similar a otros que encontramos. Ya la experiencia ha demostrado que el arte comparte la misma frontera que el divertimiento y el espectáculo y que fácilmente, y a veces sin conciencia, puede transformarse en una herramienta más para embotar la emoción humana y convertirnos en oligofrénicos del alma. Es el viejo cuento del lado oscuro de la fuerza, por lo mismo, ni el teatro ni ninguna opción artística es noble por sí misma, sino que adquiere esa nobleza dependiendo de la orientación que el hombre, soberano de sí mismo desde la revolución industrial, le entregue. La misma lógica encierra a todas las actividades que desarrolla el ser humano, incluso las que se encuentran fuera de la legalidad. (…)
Dentro de la compañía coexisten diferentes formas de ver la teatralidad, incluso antagónicas entre ellas, pero el sentido de fondo es similar en todos y las manifestaciones de opción artísticas están y estarán siempre supeditadas a este orden de pensamiento mientras este no mute por si solo y modifique por consecuencia todo nuestro punto de vista. Es esa unión de pensamiento que se manifiesta en la cotidianeidad, lo que permite que el trabajo sea un goce permanente y no una imperiosidad que otorgue el sustento económico para sobrevivir. Intentamos llevar a la práctica diaria una opción de vida de bajo consumo que nos ayude a mantenernos lejos de la tentación de obtener dinero a través de nuestro trabajo, pues en ese mismo minuto pasaríamos a ser entretenedores de la sociedad, es decir, payasos ilustrados que sólo sirven para confundir más las realidades, en beneficio de los defensores de este orden que en realidad ni a ellos parece satisfacer.
Concluyendo, nuestro interés no es tan artístico como político. El teatro no es válido sino como herramienta útil que elegimos y valoramos por su poder y sencillez y la que , además, nos seduce con la violencia de su hermosura. Nuestro trabajo consiste en decirle al mundo los asuntos que francamente nos empelotan. Pretendemos decirlos con ironía, con humor, con ternura, con violencia. Cada intención encuentra su modo de expresión casi por osmosis.¿Qué nos asegura mantenernos en el tiempo? Son muchas las cosas que nos empelotan.

Artículo publicado en Revista TEATRAE (nº8), Invierno 2004

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